Comentario
El hecho de que de la gestión del PSOE en el Gobierno lo que resulte más discutible sean sus aspectos políticos obliga a que tratemos de esta cuestión en primer lugar. Parece, por otro lado, obvio que se puede llegar a algunas conclusiones que podrían ser aceptadas por todos como diagnóstico del tiempo pasado, aunque se difiera en el juicio acerca del porvenir deseable.
La característica principal de la etapa de gobierno socialista ha sido la estabilidad. No sólo el presidente ha sido el mismo sino que, además, la duración de las etapas ministeriales ha sido excepcionalmente larga: los ministros han durado, salvo caso excepcional, entre tres y cuatro años y las principales carteras han sido desempeñadas durante una década, hasta 1993, por tan sólo un par de personas (Boyer y Solchaga, la de Hacienda; Morán y Fernández Ordóñez, la de Exteriores). Da la sensación de que a Felipe González, como a otros presidentes, los cambios gubernamentales le han resultado incómodos y de que ha procurado mantener a quienes conocía antes de experimentar con otros ministros. En realidad, los relevos ministeriales se han producido fundamentalmente después de las consultas electorales, no han sido totales e incluso, tras la elección de 1989, apenas existieron cambios importantes. En última instancia casi podría decirse que el único relevo importante ha sido el producido en enero de 1991 con el desplazamiento de Alfonso Guerra y su sustitución por Narcís Serra en la vicepresidencia. La sensación de estabilidad sólo se rompió a partir de las elecciones de 1993 como consecuencia de los repetidos casos de corrupción, descubiertos con anterioridad pero hasta entonces no demostrados por completo. La impresión de estabilidad se refuerza porque tanto entonces como en el pasado, desde 1989, el PSOE, teniendo o no la mayoría parlamentaria, consiguió un número importante de apoyos por parte de otros grupos políticos, lo que le situaba en la práctica en el centro del espectro político. Así se demostró, por ejemplo, a la hora del único voto de censura de que fue objeto el Gobierno socialista, en la época en que Hernández Mancha dirigía la oposición conservadora.
La sensación de estabilidad también es perceptible si se tiene en cuenta la desaparición radical de sobresaltos en lo que respecta a la posible intervención del Ejército en la política. Como ya se ha explicado, en realidad después del intento de golpe de Estado del 23-F cualquier posibilidad en este sentido fue remota, pero lo que importa sobre todo no es tanto el intento de intervencionismo militar en sí como la percepción ante la opinión pública. Lo cierto es que, en este terreno, la gestión de Serra como ministro fue positiva. No obstante, a partir de 1986, con el cambio en la situación internacional, las inversiones destinadas a la modernización de las fuerzas armadas españolas, previstas durante la época de gobierno de UCD, dejaron de realizarse.
Esta estabilidad política permite identificar a la etapa de gobierno socialista con la consolidación de la democracia española. Esto no supone, en cambio, magnificar la calidad de la democracia que tenemos en España, la cual se ha visto perjudicada por la mayoría parlamentaria absoluta de la que ha gozado el PSOE. En realidad, lo que deja claro esta afirmación es que el partido socialista no ha sido tanto el partido del cambio sino el de la consolidación del cambio que ya había tenido lugar durante la etapa anterior de UCD. Tiene, por tanto, cierto fundamento comparar la etapa de gobierno socialista con la década moderada del siglo XIX, pero con una diferencia fundamental. Esta última, en efecto, fue una etapa de estabilidad después de un período de grandes cambios, que sentaron más claramente las bases de una nueva España. Los años de gobierno socialista han consolidado la democracia y han demostrado que con ésta era posible un crecimiento económico espectacular, pero han sido unos años comparativamente menos creativos en el aspecto institucional que los de la década moderada.
Sin duda González merece ser identificado como el hombre de la consolidación de la democracia en España. Esta afirmación supone que su papel en la transición fue menor que el desempeñado por otros dirigentes políticos como Suárez y Carrillo. Hasta el momento en que llegó al poder, González había actuado en ocasiones con imprudencia: el tono empleado en la campaña electoral resultó un tanto demagógico (por ejemplo, en lo que respecta a la OTAN) cuando en realidad ni siquiera le resultaba necesario para acceder al poder. Sin embargo, tuvo tras de sí dos activos importantísimos.
En primer lugar González había sido capaz de identificarse con un segmento importante de la sociedad española vagamente antifranquista, capacitada y ansiosa de acentuar la discontinuidad con el pasado. Esto, sumado a la izquierda tradicional y a la descomposición del adversario, le permitió acceder al poder. Pero, además, en el bagaje de González había también una vertiente poco frecuente en la política contemporánea española: el de un dirigente que, como sucedió en 1979, estaba dispuesto a abandonar la política cuando su propio partido siguiese un rumbo con el que estuviese en desacuerdo. Aunque haya sido mucho menos habitual aceptar este rasgo suyo durante la etapa en que ha ejercido el gobierno, parece que, en contraste con la longitud de su mandato, ha tenido la tentación de abandonar el poder en más de una ocasión y quizá lo hubiera hecho de no ser por lo mucho que representaba para su partido.
Esta es, en efecto, otra constatación importante. Con González el PSOE ha conseguido un líder, quizá irrepetible, con mucho mayor apoyo social que el del partido que preside. Buen orador parlamentario, dotado de una evidente capacidad pedagógica, aunque a veces un tanto pedestre, y moderado en el fondo y en la forma, antes de caer en los vicios del uso prolongado del poder, ha sido un líder de la izquierda española que admite comparación en su ventaja con personalidades de la talla de un Aristóteles o un Prieto. Sin embargo, la consolidación de la democracia que se ha producido en su Presidencia la ha mantenido en un nivel de calidad discutible.
Uno de los aspectos menos positivos de la gestión del PSOE en el poder ha sido el cambio que produjo en el funcionamiento del sistema político. En realidad, este cambio no dependió de la ideología propia de los socialistas sino que fue una consecuencia más bien de su abrumadora mayoría parlamentaria. El caso es que de acuerdo con la Constitución española no sólo determinadas leyes (las denominadas orgánicas) requieren un determinado número de votos excepcional para su aprobación, sino que existen determinadas instituciones (Defensor del Pueblo, Tribunal Constitucional, Consejo del Poder Judicial, Consejo de RTVE, Consejo de Universidades...) que también imponen un consenso político, aparte de otras, como la Fiscalía General del Estado, que por sus propias características también debieran evitar la significación partidista.
La realidad del predominio abrumador en el Parlamento de los socialistas hizo, sin embargo, que esas instituciones cambiaran en su funcionamiento e incluso esa realidad pesó sobre aquellas que no debían haber sido afectadas por esos requisitos. A esa situación se sumó, además, a partir de un determinado momento, ya en los noventa, la aparición de una crisis en el funcionamiento de la democracia semejante a la producida en otras latitudes. Esta crisis afecta a la confianza de los ciudadanos, respecto a los partidos políticos, a la financiación de los mismos y a la adecuación de las leyes electorales para responder a las necesidades de la representación ciudadana. Esta situación no quiere decir que el nivel de nuestra democracia sea muy mejorable y que algunos de sus peores vicios son de adquisición reciente y consecuencia directa de la labor de quienes han ejercido el poder en los últimos tiempos.
Una de las instituciones afectadas por el panorama descrito es la parlamentaria. Durante una década el centro de gravedad de la vida política no ha estado en el Parlamento. En realidad, una parte de la culpa reside en que se ha producido en todas las latitudes un cambio en la significación del Parlamento, que ya no es el legislativo clásico. En la época de UCD sólo surgía el 10% de las leyes del Parlamento y, en el comienzo de la etapa socialista, menos del 4%, aunque se recuperara a continuación algo el porcentaje. Lo más importante, sin embargo, no es eso sino el hecho de que el Parlamento perdió en gran medida su función de control y no acabó de encontrar su papel exacto entre los poderes políticos. La falta de flexibilidad del reglamento apenas permitía ese sometimiento del Gobierno a una tarea inspectora y hubo, además, una radical alergia a las comisiones de investigación o de encuesta acerca de aquellas cuestiones de las que la oposición pudiera obtener alguna ventaja política. En cuanto al Senado, pieza de imprecisa definición constitucional, se ha convertido en una Cámara inútil, sin que los esfuerzos de su presidencia por dotarla de utilidad modificando el reglamento hayan servido de nada.
Otro de los poderes del Estado, el judicial, también ha padecido en tiempos de la mayoría parlamentaria socialista. En julio de 1985 se produjo una modificación en la composición del Consejo del Poder Judicial, en el sentido de que sus miembros fueron elegidos por el Parlamento. Tal disposición no impide una relativa autonomía, muy superior, por ejemplo, a la que existe en Francia, pero de hecho convierte por vía indirecta a la institución en un ente sometido al partidismo predominante. Como, por otro lado, la composición del Consejo afecta también al Tribunal Constitucional, este partidismo se trasladó en círculos concéntricos al ápice de la judicatura. La fiscalía general del Estado fue utilizada con un radical criterio partidista, incluyendo el nombramiento para el cargo de una persona que no reunía las condiciones legales. Sólo en los últimos tiempos de gobierno socialista se produjo una rectificación de la situación.
Hay otros aspectos de la gestión socialista que resultan mucho más dignos de matización. Es cierto que la criminalidad aumentó de una forma que se puede considerar grave y que en la primera etapa de la gestión socialista hubo una benevolencia excesiva que tuvo como consecuencia que una porción considerable de la población reclusa abandonara las cárceles. Sin embargo, en el activo de la gestión del PSOE hay que señalar la aprobación de una nueva ley de planta judicial en 1988, cuyo resultado ha sido la renovación del 40% de los miembros de la carrera. Sin embargo, la Justicia española sigue teniendo graves problemas por la larga duración de los procesos. En determinadas materias, como lo contencioso administrativo y el derecho fiscal, el ciudadano se suele encontrar a merced de una Administración omnipotente. Esa omnipresencia del Estado se sigue apreciando también en muchos otros terrenos como, por ejemplo, los medios de comunicación, no sólo porque la Ley se lo atribuye sino porque la práctica se lo multiplica; ni siquiera la aparición de las televisiones privadas puede ser tomada como excepción. En general el partido socialista tuvo a menudo el grave inconveniente de juzgar en la práctica que un poder que se atribuía la condición de progresista considerase por ese mismo hecho que su actuación, aunque discrecional, era necesariamente positiva. Esta frase, que es válida para la televisión pública lo es también para un fallido proyecto de seguridad ciudadana, identificado con el ministro Corcuera y finalmente declarado inconstitucional en no pocos aspectos en 1993.
La política antiterrorista se benefició, sin duda, de una mayor colaboración con Francia, que, sin embargo, no se convirtió en una realidad consolidada sino a finales de 1984. Se debe atribuir a la propia autodestrucción de los movimientos terroristas un papel tan importante como el de aquélla en la relativa pero perceptible disminución de los atentados etarras. En cambio, el GAL no solo manchó gravemente al Estado con sospechas de utilización de procedimientos espurios, sino que poca efectividad práctica se le puede atribuir para la liquidación de esta lacra social y política. Lo más grave de él ha sido, no obstante, que ha tenido como consecuencia que en una parte de las jóvenes generaciones vascas anidara el juicio de que nada había cambiado desde el régimen franquista a la democracia. El caso GAL con el transcurso del tiempo se ha convertido en un problema político gravísimo para la democracia española.
En lo que respecta a las comunidades autónomas, como en tantos otros aspectos, el PSOE fue un heredero de la tarea de gobierno iniciada en otro tiempo. Eso significa que ha proseguido la labor descentralizadora en muchos terrenos: en los años noventa, el 25% del presupuesto de las administraciones públicas estaba ya en las manos de las comunidades autónomas. Sin embargo, el hecho es que sigue sin estar desarrollado de manera completa el título VIII de la Constitución y que tampoco el acuerdo de los partidos (pacto de 1992 entre PP y PSOE, por ejemplo) parece llegar a perfilarlo de forma definitiva. Eso contribuye a explicar que de forma periódica aparezcan polémicas ásperas o absurdas por reivindicaciones concretas o genéricas, como la autodeterminación, que parecen cuestionar la esencia de la convivencia en un mismo Estado y que exasperando tampoco resuelven nada.
Examinados los cambios que, en la práctica del sistema político español se han ido produciendo durante la larga etapa de gobierno socialista, debemos tratar a continuación las modificaciones que han ido ocurriendo en la opinión pública. Llama la atención la duración del idilio entre los españoles y sus gobernantes durante tanto tiempo en un momento en que, además, las circunstancias tenían poco de propicio por la crisis económica. En parte se explica por el cambio decisivo producido en octubre de 1982 y por las deficiencias de la oposición, pero un factor de no menor importancia hay que encontrarlo en lo que se podría denominar como la mística del cambio, un caso de arrobamiento generalizado que, visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, puede resultar incluso ridículo pero que llegó a configurar el tono vital de España durante muchos años.
Durante ellos la puntuación de Felipe González a los ojos de los españoles no sólo era muy superior a lo habitual entre los dirigentes europeos. El deterioro inevitable de un Gobierno en el ejercicio del poder no se apreciaba sino en el incremento del no sabe, no contesta en las encuestas o en el aumento de la abstención. La oposición de derechas permaneció clavada en su intención de voto durante bastante tiempo. Durante toda la década de los ochenta no hubo otra novedad que la parcial recuperación de la popularidad de Suárez en 1985 y 1986, fenómeno que acabó por demostrarse efímero. No hubo, por tanto, un vuelco electoral aunque se deteriorara el apoyo del PSOE. En 1986 obtuvo 184 escaños y, por tanto, otra mayoría absoluta frente a los 105 del PP.
Ni siquiera la renovación del liderazgo en la derecha y la izquierda a través de Anguita y Aznar produjo un cambio significativo, pues en las elecciones de 1989 de nuevo el PSOE logró una escueta mayoría, mientras que el PP se quedaba en 106. Todavía la renovó en 1993 y en 1996, cuando finalmente el PSOE fue derrotado, el margen de victoria del PP se redujo a 300.000 votos. Con el transcurso del tiempo el sistema de partidos en España ha ido evolucionando hacia un pluripartidismo limitado y no tan polarizado. En esencia se ha mantenido la fórmula surgida en las elecciones de 1977, sólo que en la derecha y el centro ha habido un desplazamiento significativo del centro de gravedad en beneficio de la primera hasta hacer desaparecer, aunque nunca de manera absoluta hasta el final, al segundo.
Una parte de las razones que explican el largo período de gobierno del PSOE reside en los errores de la oposición, principalmente la de centro y derecha. Muy a menudo el tono empleado por ella, durante la primera etapa, fue de descalificación global y absoluta, con repetido recurso al Tribunal Constitucional y una frecuente desautorización del giro del PSOE hacia la moderación que resultaba paradójico, porque en el fondo le conducía a posturas bastante más cercanas a la posición de centro. De esta manera puede decirse que la oposición actuó siguiendo el mal ejemplo de los años de oposición del PSOE, ahora peor interpretado porque éste estaba reconvirtiendo sus posturas. Hubo, además, un problema de articulación y de liderazgo. En 1982 el centroderecha acudió a las elecciones en una coalición que vivió siempre llena de tensiones y acabaría por deshacerse con estrépito en 1986. En gran medida esta situación se debió al hecho de que la presidiera Fraga, cuyo mérito histórico, visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, fue sin duda atraer hacia la democracia a la derecha española, pero que sufría el rechazo de una porción muy considerable de la opinión, incluso aquella que nada tenía que ver con el PSOE.
Eso explica que, tras la crisis de la coalición AP-PDP, surgieran muy diversas iniciativas, ninguna de las cuales llegó a fructificar, pero sin que al mismo tiempo la derecha pudiera por sí misma neutralizarlas. El fracaso más espectacular fue el de la operación reformista encabezada por Miguel Roca en 1986, con una relación harto ambigua con el catalanismo. También la recuperación del CDS y de Suárez fue tan sólo circunstancial pues muy pronto el partido y su dirigente se vieron envueltos en las incertidumbres estratégicas características de ambos. La eclosión de un número abundante de pequeños partidos regionales no tuvo otro motivo, en la segunda mitad de la década de los ochenta, que esa misma incapacidad para que lograra la victoria el primer partido de la oposición.
Ni siquiera la conversión de AP en Partido Popular (PP), con posterioridad al abandono del liderazgo de Fraga, tuvo mejor éxito inicial pues el liderazgo juvenil de Hernández Mancha se demostró incoherente y contradictorio. En realidad, la aparición de una alternativa de centro-derecha fue bastante tardía, ya en la década de los noventa, y dependió del deterioro del partido socialista. Aun así perduró un grave problema de articulación del centro-derecha en Cataluña y el País Vasco con los partidos nacionalistas. En 1977 y 1979 UCD estaba por encima de CIU en Cataluña en votos, pero ha pasado mucho tiempo desde ese momento y todo hace pensar que a esa situación no se va a volver en un período de tiempo previsible.
En la izquierda, lo cierto es que la oposición sindical ha sido muy a menudo mucho más peligrosa para el Gobierno que el partido político hegemónico en ella. En este sentido puede establecerse un paralelismo con el papel que le ha correspondido, a la prensa en el seno de la oposición de centro-derecha. Idéntico paralelismo es posible desde el punto de vista del liderazgo. También en este caso hubo un relevo fallido de Carrillo en la persona de Gerardo Iglesias sin que deba interpretarse su carácter efímero, igual que el de Hernández Mancha en la derecha, como un testimonio de su escasa valía, sino del peso abrumador de la opinión favorable a González y de la incertidumbre estratégica de la propia coalición. En realidad, la emergencia política de Izquierda Unida y de Anguita hay que ponerla en relación con el desmoronamiento del PSOE, ya en la década de los noventa.
La mala relación con el sindicato UGT es también indicio de ese fenómeno. Ya desde 1987 el abandono de sus escaños por parte de Nicolás Redondo y otros dirigentes de UGT, elegidos en las listas del PSOE, testimonió una discrepancia de criterio sustancial con respecto a la política económica que se había ido agravando con el transcurso del tiempo. En diciembre de 1988 un plan de empleo juvenil auspiciado por el Gobierno provocó una huelga general que obtuvo un rotundo éxito pero que testimonió, al mismo tiempo, la impotencia sindical para aprovecharla y la falta de salidas políticas, pues el Gobierno volvió a ganar las elecciones siguientes. El divorcio entre sindicato y partido no dejó de acentuarse con el paso del tiempo, rompiendo con ello toda una tradición que se remonta a los orígenes mismos del PSOE.
Sin embargo, puede decirse que en el seno de éste no se ha producido de ningún modo aquello que sucedió en los años treinta y que tan decisivo fue en el trágico destino final de la Segunda República. En realidad no han existido dos líneas ideológicas contradictorias y enfrentadas en el seno del PSOE, aunque sí dos talantes que, si bien resultaron complementarios durante mucho tiempo, acabaron por ser contradictorios. El talante representado por Alfonso Guerra, más que a la tradición socialista se asemeja al desgarro de los republicanos de comienzos de siglo, aunque su práctica resulte en perjuicio más de la izquierda comunista que de la derecha. El propio González y sus ministros económicos tienen muy poco que ver con el marxismo pero tampoco con el liberalismo, aunque hayan introducido algunas reformas importantes que en otras latitudes han sido realizadas por el centro o la derecha. Esos dos talantes convivieron hasta que el deterioro de la situación económica y la crisis provocada por los escándalos de corrupción dio la sensación de hacerlos incompatibles. Parece evidente que ha planeado sobre el socialismo el recuerdo de lo sucedido a UCD y ello ha podido evitar la ruptura.
Todos los partidos españoles han tenido una financiación ilegal, pero el problema del PSOE consiste en hasta qué punto la ha organizado, en el hecho de que ha venido acompañada de clientelismo generalizado y que ha coincidido con otros escándalos económicos gravísimos. Como, además, a partir de comienzos de los noventa con la crisis económica, convertida en grave a partir de 1992, al final, de un modo un tanto súbito, ha tenido lugar el declinar de los socialistas ante la opinión. En marzo de 1993 la ventaja del PSOE sobre el PP se había convertido en casi imperceptible lo que, sumado a la creciente discordia interna de los socialistas, explica la disolución del Parlamento.
Durante toda la campaña el PP pareció ir por delante de su principal contrincante pero los resultados del escrutinio resultaron una sorpresa porque venció el PSOE con una mayoría corta pero suficiente como para ejercer el poder con la colaboración parlamentaria de otras fuerzas: a los 159 escaños socialistas les correspondieron 141 del Partido Popular. Como Suárez en 1979, González venció en 1993 en el último instante, haciendo una patética invocación al electorado y con la promesa de una rectificación que parecía posible por la introducción en las listas socialistas de algunos candidatos prestigiosos. Pero los acontecimientos posteriores demostraron que la acumulación de errores y escándalos de la época anterior obligaba a un relevo político.
El período 1993-1996 se caracterizó por una profunda inestabilidad, de tal manera que el apoyo de los catalanistas al Gobierno se fue deteriorando hasta desaparecer. A nadie excepto al partido socialista cabe atribuirle la culpa, pues cada acusación de corrupción parecía la más grave imaginable hasta que lo desmentía la siguiente. Si los primeros casos se referían a pequeño clientelismo político (Juan Guerra), a la financiación partidista (Filesa) o la utilización de la guerra sucia contra ETA, a ellos se sumó la acusación contra el gobernador del Banco de España, el director de la Guardia Civil y el jefe de los servicios secretos. De ello obtuvo ventaja la derecha, en la que desde el momento en que logró el liderazgo Aznar no ha habido disputas internas. La victoria electoral del PP en 1996, aun por muy pocos votos, tuvo un rasgo común con la del PSOE en 1982: todos los observadores la consideraban inevitable.